A excepción de la vez en que la huelga de aerolíneas nos dejó atrapados en Los Cabos, me encantaba que se acabaran las vacaciones, el día anterior a entrar a la escuela tenía un gusto especial, pues mientras Madre corría de una recámara a otra previendo a voces que todo estuviera listo para la mañana, yo había aprovechado el último día de asueto para acomodar todo en la mochila y alistar el uniforme.
Niño de patio y sin vecinos de mi edad, me emocionaba el regreso a clases, al fin podría ver a mis compañeros y regresar a la rutina que me hacía sentir en paz conmigo mismo, sí, desde pequeño soy un perdedor, todavía hoy recuerdo un primer día de clases en que observé el crecimiento de la luz al amanecer iluminando los muebles de la sala, esperando que fuera la hora para irnos, balanceando los pies, orgulloso de mis zapatos boleados y el suéter gris del uniforme que olía a suavizante, mientras Madre convocaba impaciente a mis hermanos, como si con dar órdenes de una habitación a otra fuera posible que los útiles escolares se integraran a la mochila o que una calceta se encontrara con su par.
Mi hermano, siempre más inteligente que yo y por eso más consentido, no disfrutaba regresar a la escuela, para él era un verdadero suplicio, Madre lo arreaba del baño a la recámara, lo empujaba cariñosa para que se integrara sin chistar a los hábitos del nuevo periodo.
Una de esas mañanas, cuando ya el minutero aceleraba todo y no quedaba tiempo para ajustar a la perfección las trenzas de mis hermanas, Madre entró a la recámara para descubrir a mi hermano en la orilla de la cama, sobre los hombros la cobija y el uniforme todavía colgado en su respectivo gancho.
Antes de que le reprocharan nada, mi hermano explicó que la ropa estaba fría. Madre en el quicio de la puerta, atrás de ella el pendiente de las loncheras sin cerrar, tomó la camisa y la metió bajo su blusa, se abrazó y tras una breve pausa extendió la pieza a mi hermano, “ya está calientita” le dijo mientras lo abotonaba.
Ya finalizaron las vacaciones, tengo todo listo: la mochila, pluma y lapicero, el termo para el café, los libros y cuadernos que he de llevar a la oficina; en el fondo (y la superficie) sigo siendo ese perdedor que esperaba en el sillón de la sala mientras afuera amanecía, aunque algo he aprendido, antes de salir pediré que me calienten la camisa, para así aspirar su olor durante el día.
Niño de patio y sin vecinos de mi edad, me emocionaba el regreso a clases, al fin podría ver a mis compañeros y regresar a la rutina que me hacía sentir en paz conmigo mismo, sí, desde pequeño soy un perdedor, todavía hoy recuerdo un primer día de clases en que observé el crecimiento de la luz al amanecer iluminando los muebles de la sala, esperando que fuera la hora para irnos, balanceando los pies, orgulloso de mis zapatos boleados y el suéter gris del uniforme que olía a suavizante, mientras Madre convocaba impaciente a mis hermanos, como si con dar órdenes de una habitación a otra fuera posible que los útiles escolares se integraran a la mochila o que una calceta se encontrara con su par.
Mi hermano, siempre más inteligente que yo y por eso más consentido, no disfrutaba regresar a la escuela, para él era un verdadero suplicio, Madre lo arreaba del baño a la recámara, lo empujaba cariñosa para que se integrara sin chistar a los hábitos del nuevo periodo.
Una de esas mañanas, cuando ya el minutero aceleraba todo y no quedaba tiempo para ajustar a la perfección las trenzas de mis hermanas, Madre entró a la recámara para descubrir a mi hermano en la orilla de la cama, sobre los hombros la cobija y el uniforme todavía colgado en su respectivo gancho.
Antes de que le reprocharan nada, mi hermano explicó que la ropa estaba fría. Madre en el quicio de la puerta, atrás de ella el pendiente de las loncheras sin cerrar, tomó la camisa y la metió bajo su blusa, se abrazó y tras una breve pausa extendió la pieza a mi hermano, “ya está calientita” le dijo mientras lo abotonaba.
Ya finalizaron las vacaciones, tengo todo listo: la mochila, pluma y lapicero, el termo para el café, los libros y cuadernos que he de llevar a la oficina; en el fondo (y la superficie) sigo siendo ese perdedor que esperaba en el sillón de la sala mientras afuera amanecía, aunque algo he aprendido, antes de salir pediré que me calienten la camisa, para así aspirar su olor durante el día.
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