01 febrero 2014

Entenderse



Envoltorio de papaya Entenderse

Coloquio
Un jovencísimo José Lezama Lima se encuentra en La Habana con Juan Ramón Jiménez, el cubano es un veinteañero que todavía no es reconocido, el español todavía no gana el Premio Nobel de Literatura, sin embargo ya lo rodea el aura que ciñe la cabeza de los grandes poetas. De los varios encuentros que sostuvieron estos autores, Lezama recupera una conversación de 1937 y la transforma en Coloquio con Juan Ramón Jiménez.
En ese texto cuenta Lezama Lima que varios autores de la isla se encontraban alrededor de Juan Ramón, leyendo poesía, leyendo sus textos, hasta que uno de ellos le pregunta a bocajarro que qué opinaba de esos poemas. El autor de Platero y yo esquiva hábilmente y salta la trampa a la que los escritores jóvenes suelen  inducir a los autores mayores, les dice que será mejor que ellos sean los que opinen, pues como se conocen bien, opinarán con mayor prontitud y precisión; pero nadie se anima, se establece una pausa en la lectura, escribe Lezama Lima que Juan Ramón Jiménez dijo “si no opinamos sobre los poemas oídos, podemos sin duda hablar de poesía. Hablar de poesía prescindiendo de los poetas, será quizá la única manera de entendernos”.


La única manera de entendernos
La escena se ha repetido miles de veces, mismos papeles, actores distintos: el grupo de jóvenes ansiosos por hacerse escuchar, poetas o narradores, que en su afán de obtener una estrellita en la frente buscan la palmadita amable del autor reconocido para un día no muy lejano agregar a su extenso currículo que asistieron al taller del Escritor de Renombre, para junto a la larga lista de menciones honoríficas que han obtenido colocar como medalla que fueron alumnos del Poeta Insigne o estudiaron con Narrador Todopoderoso; y si muere, ah, si muere ese escritor, mucho mejor, pues cuando pueden se declaran continuadores del legado del Reputado Escritor.
Creo en los talleres, no tengo duda alguna sobre el valor que agrega a la escritura recibir la opinión de los demás; me temo que no creo en un sistema escolarizado, a escribir como a cocinar no se enseña, se aprende, en ese sentido, la imagen que tengo de un taller no corresponde a la de un profesor frente al pizarrón revelando los secretos de sus recetas sino a la de un maestro conversando, un taller no cabe en un aula, mejor dicho, un taller expande su influencia más allá de unas paredes, es una caminata lado a lado, la sobremesa, el café, incluso el diálogo después del amor. Temo también que esa imagen idealizada de cómo cualquiera se puede convertir en maestro deriva del valor supremo que confiero a la amistad.
Y si taller es conversación, también el silencio forma parte esencial del aprendizaje. El silencio en cualquiera de sus dos acepciones clásicas: la ausencia de ruido o la pausa musical; incluso el de la abstención de hablar como una muestra de respeto, de comprensión; no necesitar de palabras para entender dónde está el yerro o el acierto.
En el pasaje del Coloquio con Juan Ramón Jiménez que cuenta Lezama Lima, la pausa desaprovechada por los jóvenes que esperaban una opinión es, así lo creo, un símbolo del desperdicio de tiempo ante al maestro; no sabemos escuchar, queremos que nos atiendan. El remate de ese párrafo me parece esencial, la única manera de entendernos es “hablar de poesía prescindiendo de los poetas”.
Lamentablemente, cada vez estamos más lejos de esas conversaciones, abrumados por la oferta creciente de herramientas tecnológicas para comunicarse, pareciera que la única salida posible para conseguir ser atendidos reside en hacer el mayor ruido posible, gritar más que los demás, mostrar que uno estuvo ahí, no cómo, simplemente estar.


Autorretratos con fondo distorsionado
Vivimos una era de autorretratos con fondo distorsionado. Selfies que basan todo su poderío en el comentario que la acompaña, no en la imagen. Como cuadros colgados en una galería que sólo tienen sentido cuando se lee la cédula que lo acompaña, es decir, requieren del respaldo fuera de la obra pues el artista fue incapaz de dotar a su obra del poder necesario para comunicar
No sólo la estrellita en la frente que el autor con pretensiones se impone al incluir en su currículo que asistió a tal o cual taller; peor aún, todos tenemos una historia que contar y lo hacemos de la peor manera, un extreme close up a nuestro rostro, aullando: yo estuve ahí, de nuevo, con quién y cómo dejan de importar, lo relevante es que uno estuvo.
Si es anécdota, como todos tenemos una que contar, la historia en primera persona narra lo que sentimos, no lo que se aprendió, se dejan a un lado las palabras del otro (el Maestro) para dejar al timón del cuento a la banalidad y el lugar común; peor sí es posible, la mera difusión de la imagen, la foto que demuestra tan poco que hay que acompañarla de una cédula que sintetiza de la manera más ramplona posible un encuentro: Aquí con el Maestro el día que lo llevé a comer carnitas a San Pancho… ¿Qué conversación posible hay ahí? No importa, el buitre que exhibe sus fotografías supone que será posible deducir que la relación maestro-aprendiz dio el giro previsto y la posteridad señalará que en el gran poema, el cuento exacto o la novela estremecedora el lector del futuro distinguirá la influencia del instante en que el Maestro vio cómo se freía un pedazo de buche al fondo del perol.
Otra vez, y si el Maestro ha muerto, qué mejor; plañideros esparcimos nuestro dolor egoísta (déjenme si estoy llorando, como desesperado lamento por la atención); se inundan las redes con nuestras selfies, mensajitos en botella que en la etiqueta claman: mírame, a mí, a mí, el elegido.
Por supuesto, durante los funerales siempre hay oasis, donde, como escribió Cortázar, se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres, pero son los menos, una que otra nota perdida que echa luz sobre una personalidad, algún texto que se despoja de la primera persona y centra su atención en la palabra del otro, que describe un rasgo, un giro en la conversación que permite dimensionar por qué nos duelen los que se van.
Esos textos son los más difíciles de hallar. Suficiente tenemos con un ambiente enrarecido por las pasiones y la banalidad como para no esforzarnos por compartir otra cosa que no sea la falta de autoestima. De eso nos estamos nutriendo, ahí dejamos que se desbarranque nuestro tiempo de conversación… y sin embargo.


Coda
No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese diálogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio esté a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.
De “Conducta en los velorios”, Julio Cortázar
Época de autorretratos con ruido entonces, días de un necesario elogio al silencio.
@aldan

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