Envoltorio de papaya Entenderse
Coloquio
Un jovencísimo José Lezama Lima se encuentra en La Habana con Juan Ramón
Jiménez, el cubano es un veinteañero que todavía no es reconocido, el español
todavía no gana el Premio Nobel de Literatura, sin embargo ya lo rodea el aura
que ciñe la cabeza de los grandes poetas. De los varios encuentros que
sostuvieron estos autores, Lezama recupera una conversación de 1937 y la
transforma en Coloquio con Juan Ramón Jiménez.
En ese texto cuenta Lezama Lima que varios autores de la isla se
encontraban alrededor de Juan Ramón, leyendo poesía, leyendo sus textos, hasta
que uno de ellos le pregunta a bocajarro que qué opinaba de esos poemas. El
autor de Platero y yo esquiva hábilmente y salta la trampa a la que los
escritores jóvenes suelen inducir a los autores mayores, les dice que
será mejor que ellos sean los que opinen, pues como se conocen bien, opinarán
con mayor prontitud y precisión; pero nadie se anima, se establece una pausa en
la lectura, escribe Lezama Lima que Juan Ramón Jiménez dijo “si no opinamos
sobre los poemas oídos, podemos sin duda hablar de poesía. Hablar de poesía
prescindiendo de los poetas, será quizá la única manera de entendernos”.
La única manera de entendernos
La escena se ha repetido miles de veces, mismos papeles, actores
distintos: el grupo de jóvenes ansiosos por hacerse escuchar, poetas o
narradores, que en su afán de obtener una estrellita en la frente buscan la
palmadita amable del autor reconocido para un día no muy lejano agregar a su
extenso currículo que asistieron al taller del Escritor de Renombre, para junto
a la larga lista de menciones honoríficas que han obtenido colocar como medalla
que fueron alumnos del Poeta Insigne o estudiaron con Narrador Todopoderoso; y
si muere, ah, si muere ese escritor, mucho mejor, pues cuando pueden se
declaran continuadores del legado del Reputado Escritor.
Creo en los talleres, no tengo duda alguna sobre el valor que agrega a
la escritura recibir la opinión de los demás; me temo que no creo en un sistema
escolarizado, a escribir como a cocinar no se enseña, se aprende, en ese
sentido, la imagen que tengo de un taller no corresponde a la de un profesor
frente al pizarrón revelando los secretos de sus recetas sino a la de un
maestro conversando, un taller no cabe en un aula, mejor dicho, un taller
expande su influencia más allá de unas paredes, es una caminata lado a lado, la
sobremesa, el café, incluso el diálogo después del amor. Temo también que esa
imagen idealizada de cómo cualquiera se puede convertir en maestro deriva del
valor supremo que confiero a la amistad.
Y si taller es conversación, también el silencio forma parte esencial
del aprendizaje. El silencio en cualquiera de sus dos acepciones clásicas: la
ausencia de ruido o la pausa musical; incluso el de la abstención de hablar
como una muestra de respeto, de comprensión; no necesitar de palabras para
entender dónde está el yerro o el acierto.
En el pasaje del Coloquio con Juan Ramón Jiménez que cuenta
Lezama Lima, la pausa desaprovechada por los jóvenes que esperaban una opinión
es, así lo creo, un símbolo del desperdicio de tiempo ante al maestro; no
sabemos escuchar, queremos que nos atiendan. El remate de ese párrafo me parece
esencial, la única manera de entendernos es “hablar de poesía prescindiendo de
los poetas”.
Lamentablemente, cada vez estamos más lejos de esas conversaciones,
abrumados por la oferta creciente de herramientas tecnológicas para
comunicarse, pareciera que la única salida posible para conseguir ser atendidos
reside en hacer el mayor ruido posible, gritar más que los demás, mostrar que
uno estuvo ahí, no cómo, simplemente estar.
Autorretratos con fondo distorsionado
Vivimos una era de autorretratos con fondo distorsionado. Selfies
que basan todo su poderío en el comentario que la acompaña, no en la imagen.
Como cuadros colgados en una galería que sólo tienen sentido cuando se lee la
cédula que lo acompaña, es decir, requieren del respaldo fuera de la obra pues
el artista fue incapaz de dotar a su obra del poder necesario para comunicar
No sólo la estrellita en la frente que el autor con pretensiones se
impone al incluir en su currículo que asistió a tal o cual taller; peor aún,
todos tenemos una historia que contar y lo hacemos de la peor manera, un extreme
close up a nuestro rostro, aullando: yo estuve ahí, de nuevo, con quién y
cómo dejan de importar, lo relevante es que uno estuvo.
Si es anécdota, como todos tenemos una que contar, la historia en
primera persona narra lo que sentimos, no lo que se aprendió, se dejan a un
lado las palabras del otro (el Maestro) para dejar al timón del cuento a la banalidad
y el lugar común; peor sí es posible, la mera difusión de la imagen, la foto
que demuestra tan poco que hay que acompañarla de una cédula que sintetiza de
la manera más ramplona posible un encuentro: Aquí con el Maestro el día que lo
llevé a comer carnitas a San Pancho… ¿Qué conversación posible hay ahí? No
importa, el buitre que exhibe sus fotografías supone que será posible deducir
que la relación maestro-aprendiz dio el giro previsto y la posteridad señalará
que en el gran poema, el cuento exacto o la novela estremecedora el lector del
futuro distinguirá la influencia del instante en que el Maestro vio cómo se
freía un pedazo de buche al fondo del perol.
Otra vez, y si el Maestro ha muerto, qué mejor; plañideros esparcimos
nuestro dolor egoísta (déjenme si estoy llorando, como desesperado lamento por
la atención); se inundan las redes con nuestras selfies, mensajitos en
botella que en la etiqueta claman: mírame, a mí, a mí, el elegido.
Por supuesto, durante los funerales siempre hay oasis, donde, como
escribió Cortázar, se llora porque llorar es lo único que les queda a esos
hombres y a esas mujeres, pero son los menos, una que otra nota perdida que
echa luz sobre una personalidad, algún texto que se despoja de la primera
persona y centra su atención en la palabra del otro, que describe un rasgo, un
giro en la conversación que permite dimensionar por qué nos duelen los que se
van.
Esos textos son los más difíciles de hallar. Suficiente tenemos con un
ambiente enrarecido por las pasiones y la banalidad como para no esforzarnos
por compartir otra cosa que no sea la falta de autoestima. De eso nos estamos
nutriendo, ahí dejamos que se desbarranque nuestro tiempo de conversación… y
sin embargo.
Coda
No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado:
vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi
prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si
es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos
hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos
en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda
en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida
ajena a ese diálogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi
prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado
los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera
a que el velorio esté a punto, y se va presentando de a poco pero
implacablemente.
De “Conducta en los velorios”, Julio Cortázar
Época de autorretratos con ruido entonces, días de un necesario elogio
al silencio.
@aldan
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