Envoltorio de papaya La delgada línea
Naco
De las grabaciones de las Suites para violonchelo solo de Bach
tengo una predilección que raya en la manía por la realizada por Pablo Casals.
Sé que hay otras y no demeritan ante lo que hizo el catalán; cualquiera que
busque acercarse a estas piezas encontrará una amplia variedad de versiones,
Yo-Yo Ma, Jacqueline du Pré, Maurice Gendron, Mstislav Rostropóvich, Pierre
Fournier, Jean-Guihen Queyras, Robert Cohen, Steven Isserlis… la lista es
interminable. Casals grabó las seis Suites entre 1936 y 1939, en Londres
y París, los que saben, al mismo tiempo que destacan que “rescató las suites
del tedio de la sala de ensayo y las presentó al mundo como obras de pleno
derecho de invención y virtuosismo” (eso dice la reseña que acompaña los discos),
se lamentan por la pobreza de las grabaciones, pues a pesar de que han sido
remasterizadas hay manchas de ruido, siseo y el sonido es débil. Esos defectos
en la grabación, francamente, me tienen sin cuidado, pocas cosas me hacen tan
feliz como reproducir al máximo volumen posible el preludio de la quinta suite.
La confesión del párrafo anterior, supongo, dirá de mí que soy un
exquisito, un culto y, ¿por qué no?, una buena persona, pues mis vecinos saben
que cada tanto, desde mi casa surge a todo volumen la interpretación de Casals;
ah, supongo que pueden decir, qué buena música escuchan ahí.
Lo cierto es que, el que sea “buena” música, no me quita lo naco, con
mis preferencias a todo volumen invado el espacio de los otros, someto sus
oídos a mis gustos, los violento; un vecino cualquiera tendría todo el derecho
a exigirme que apague mi música, sin importar que sea Bach y Casals, está en
todo su derecho, el mismo que yo tengo de solicitarle que le baje cuando
aturdan al vecindario con Pimpinela o la Arrolladora Banda lo que sea.
El gusto no justifica ninguna intromisión en el espacio ajeno.
Los buenos
Me queda claro que los límites necesarios para establecer una sana
convivencia jamás pasan por una cuestión de gusto; y que esa línea se adelgaza
todavía más si se imponen juicios moralistas de valor (sobre el asunto, Juan
Luis Montoya Acevez lo ha definido mejor en su columna Piel Curtida/La gente buena también peca de omisión publicada en este diario el 12 de febrero); sin embargo,
desde hace mucho la radicalización de la crítica, pero sobre todo la
superficialidad de lo que se juzga, ha logrado que se olviden las reglas
mínimas de coexistencia al dividir en extremos a cada grupo, con categorías tan
imbéciles como los buenos y los malos.
Es lamentable que la clase política emplee esas categorías, no importa
si está en el escudo de armas de la entidad, el designarse como gente buena,
implica que en el otro lado están los malos y obliga a una definición de
quiénes son los que están en el otro extremo, sin matices, a partir de una
etiqueta que da cuenta del no tan oculto orgullo cerril que caracteriza a
quienes se jactan de la pureza de su origen o enaltecen su conducta ligándola
al sitio en que nacieron.
¿Ha sido un error que la administración municipal de Aguascalientes
eligiera como lema “Ciudad de la gente buena”?, por supuesto, tan sólo hay que
leer las dificultades que sufren los redactores del discurso oficial para
conseguir que actividades y logros no sean despectivos. Si se inaugura un
puente, es para la gente buena; si se da un descuento, lo mismo; porque leído
así, el gobierno de la capital se puso la soga al cuello al declarar que sólo
trabaja para los buenos.
Es de temer que algo sin ninguna importancia, como es el lema de una
administración, adquiera las proporciones que está tomando ante la saña con que
sus críticos y detractores buscan cualquier traspié.
Sálvese quien pueda
Pero si la administración capitalina pecó de ingenua al elegir ese lema,
sus opositores no destacan por su sagacidad; ante la tontería de la “gente
buena” se ha elegido criticar a la presidencia municipal por los actos más
banales; aprovechando la costumbre de perder el tiempo en nimiedades,
ejerciendo la fascinación por lo trivial que nos caracteriza, se han lanzado
las campañas más deplorables, sí, como la de acusar que se persigue a quien se
tatúa porque no son buenos.
Esas campañas, evidentemente dirigidas a desprestigiar a un partido,
terminan siendo un escupitajo al cielo; no sólo porque, en lo general, no se
distingue con precisión que es el gobierno municipal el que se supone que
discrimina, al final, es todo Aguascalientes (incluyéndonos) quienes dividimos
el mundo en buenos y malos.
Peor sí es posible, ante el éxito de la campaña, los opositores a la actual
administración, brincan en defensa de quienes se tatúan, o de los vendedores
ambulantes, o quienes simple y llanamente violan la ley, ¿por qué?, porque está
de moda dividir el mundo en buenos y malos, porque al centrar la atención en lo
banal permite que los juicios moralistas sean los que rijan las críticas y todo
quepa en el mismo lugar, en la defensa de quien se tatúa, se le mezcla con
quien se encuentra en la ilegalidad.
Ya era suficiente con quienes al llegar al poder se jactaban que todo el
territorio de Aguascalientes era priista, ahora, tenemos que soportar que nos
pongan en un cerquito, con la etiqueta de buenos y malos; no se puede más que
concluir que la estupidez es contagiosa, que se ha expandido por todas partes y
a todos los sectores ha enfermado, y si no, basta ver la sorpresiva cantidad de
lectores del Time que hoy se indignan porque aparece Enrique Peña Nieto
en la portada, “salvando a México”, la misma enajenación, desde el otro
extremo.
Coda
Era casi medianoche. La luna estaba alta en el cielo. El hombre
ilustrado no se movía. Yo había visto lo que había que ver. Los cuentos habían
sido contados. Habían concluido.
Sólo quedaba ese espacio vacío en la espalda del hombre ilustrado, esa
área de formas y colores borrosos. Y de pronto, mientras la estaba mirando, la
vaga mancha roja comenzó a animarse. Una forma cambió, disolviéndose lentamente
en otra, y luego en otra. Y al fin apareció una cara, una cara que me miró
desde la carne cubierta de colores, una cara con una nariz y una boca familiares,
y unos ojos familiares.
Fue algo confuso. Vi sólo lo bastante como para levantarme de un salto.
Allí me quedé, a la luz de la luna, temiendo que el aire o las estrellas
pudieran moverse y despertaran a ese monstruoso museo que yacía a mis pies. Pero
el hombre ilustrado dormía pacíficamente.
En ese cuadro de la espalda, el hombre ilustrado me apretaba el cuello
con las manos, tratando de ahogarme. No esperé a que las imágenes se hicieran
precisas y claras.
Corrí camino abajo a la luz de la luna. No miré hacia atrás. Un
pueblecito se extendía ante mí, oscuro y dormido. Yo sabía que, mucho antes que
amaneciese, no llegaría a ese pueblo…
De El hombre ilustrado, Ray Bradbury.
@aldan
Publicado en La Jornada Aguascalientes
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