en otras partes
En la revista virtual andante 26, una conversación sobre la crítica literaria entre Christopher Domínguez Michael y Rafael Lemus, originalmente publicada en cuaderno salmón.
Rafael Lemus: ¿Crítica y creación? Cuesta trabajo creer que continuemos discutiendo este asunto, ¿no? Al contrario de Hugo Hiriart, yo no hago distinciones: la crítica es creación y viceversa. Basta mirar el siglo XX para notar que hubo más poesía en los ensayos críticos de Bachelard, Blanchot o Barthes –por mencionar sólo a tres franceses– que en las gastadas páginas de los novelistas más tradicionales. La crítica, hay que repetirlo, es esencialmente escritura: un texto sobre otro texto, un lenguaje que descifra otro lenguaje; no un apéndice sino una metáfora, una recreación de una obra previa. Porque así lo creo, no me parece insólito ir de una escritura a otra, de la crítica a la ficción y después de vuelta.
Christopher Domínguez Michael: Fuera máscaras: ¿qué es un crítico, en primera instancia, sino un predicador que distingue entre el bien y el mal, lo bueno de lo malo, en literatura? Esa preguntita que nos hacen a los críticos los buenos samaritanos, el ¿qué leo?, ¿qué me recomiendas?, es muy irritante, pero justa. Ésa es la pregunta correcta: el canon. Y ha sido correcta muchos años antes de que Harold Bloom popularizara el término, que no lo olvidemos es de principios de los noventa.
En cuanto al escándalo que acompaña al crítico, es sólo su obligación suscitarlo y le es tan sustancial como el reloj checador para el burócrata. Tú en Letras Libres, como yo antes en Vuelta, sólo cumplimos con nuestro trabajo. No es un heroísmo o no lo es del todo. Es algo más meritorio, una disciplina. El medio tono, agrego, es inevitable. Es muy difícil escribir una reseña equilibrada y te recuerdo que varios de los grandes maestros –como V.S. Pritchett– nunca se salieron de esa cortesía considerada y paciente. No se puede ser radical todo el día y toda la noche ni vivir (y menos aún sobrevivir) en trance permanente de entusiasmo o de indignación. Y todos cortejamos a la fama, una diosa a la que hay que hablarle quedito.
También Notas sobre el oficio de escribir, de Nicolás Cabral:
Toda escritura revela una moral. Y, por extensión, una política. En tanto manifiesta una postura frente a la realidad, sus modulaciones dibujan un rostro: el de su autor. Las ideas que el texto articula no tienen, entonces, importancia. La prosa (o el verso) es el elemento delator. Félix de Azúa hizo, hace unos años, una útil distinción: por un lado, los artistas de la narración; por el otro, los narradores de historias. Los primeros tienen entre las manos una materia viva: el lenguaje. No carecen de temas, pero saben que la pertinencia de un texto no proviene del qué sino del cómo. Los segundos tienen una historia que contar, y el vehículo para lograrlo les parece secundario: no es más que eso, un medio para comunicar. El asunto espinoso comienza aquí: a diferencia del artista de la narración, el narrador de historias depende exclusivamente del oficio: su prosa está más al servicio de la efectividad que de la expresividad. Aquí conviene recurrir a una cita, extraída del prólogo de Urbana, la extraordinaria novela de Fogwill:
Rimando, puede afirmarse que los lectores acuden a la novela sedientos de acontecimientos. Algo ha de estar indicando esto: quizá haya tanta demanda de que en un texto sucedan cosas porque se descuenta que nada sucederá entre el texto y su lector. Pero los editores dominan el arte de administrar la medida justa, que puede definirse como la presencia de un máximo de acontecimientos en el texto y ninguno por efectos de la lectura. Con ello consiguen que el lector termine de consumir manteniendo intactas sus cualidades más preciadas: su poder de compra y el hábito que lo llevará a pagar por algún nuevo título de esa colección. Idealmente, un día la industria terminará por librarse de los autores. Mientras tanto, se insiste en narrar como si nada estuviese ocurriendo.
Así, el artista de la narración sería no aquel que satisface la sed chismosa del lector, sino el que lo confronta con acontecimientos de lectura, el que pone en suspenso la utilidad del lenguaje, su función meramente comunicativa. Ante todo, la lectura de un texto literario es una experiencia estética, nunca exenta de peligros.
Gracias por la referencia a
Humphrey Bloggart, quien recientemente publicó algunas anécdotas de Borges según Bioy Cásares:
Borges firma ejemplares en una librería del Centro. Un joven se acerca con Ficciones y le dice: “Maestro, usted es inmortal”.Borges le contesta: “Vamos, hombre. No hay por qué ser tan pesimista”.
Sobre la situación de la literatura argentina, Córdoba Iturburu, que la presidía, inquirió a los gritos: “¿Y qué vamos a hacer por nuestros jóvenes poetas?”Desde el fondo llegó otro grito, éste de Borges: “¡Disuadirlos!”
Una mañana de octubre de 1967, Borges está al frente de su clase de literatura inglesa. Un estudiante entra y lo interrumpe para anunciar la muerte del Che Guevara y la inmediata suspensión de las clases para rendirle un homenaje. Borges contesta que el homenaje seguramente puede esperar. Clima tenso. El estudiante insiste: “Tiene que ser ahora y usted se va”.Borges no se resigna y grita: “No me voy nada. Y si usted es tan guapo, venga a sacarme del escritorio”.El estudiante amenaza con cortar la luz. “He tomado la precaución -retruca Borges- de ser ciego esperando este momento”.
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